jueves, 21 de junio de 2018

El otro ‘boom’ latinoamericano es femenino


 Una generación de autoras, como Samanta Schweblin, argentina, o la boliviana Liliana Colazi, se abre paso

El pasado 14 de junio fue importante para Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1977). Su novela, Distancia de rescate, era finalista en el Booker Man Internacional, uno de los premios anglosajones más importantes, donde no es habitual que un libro en español, escrito por una latinoamericana, compita. Schweblin no ganó, pero la pica ya estaba puesta. Era casi el final de un camino en el que ya habían aparecido críticas en The New York Times, una hazaña conseguida en los últimos tiempos por las también argentinas Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) y Pola Oloixarac (Buenos Aires, 1977).
No son los únicos hitos logrados por jóvenes autoras latinoamericanas recientemente. En España, la chilena PaulinaFlores (Santiago de Chile, 1988) con Qué vergüenza; la boliviana Liliana Colanzi (Santa Cruz, 1981), con Nuestro mundo muerto, o la mexicana Laia Jufresa (Ciudad de México, 1983), con Umami,se han llevado algunas de las mejores críticas a libros publicados en los últimos meses. También la lista Bogotá 39, del Hay Festival, que elige a los mejores escritores de América Latina menores de 40 años, incluye a buena parte de estas escritoras junto a otras como las mexicanas Gabriela Jáuregui (Ciudad de México, 1979) y Brenda Lozano (Ciudad de México, 1981) o la ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988). El número de hombres todavía supera al de mujeres en esta lista (26 frente a 13), pero lo cierto es que nunca antes se había visto este aluvión de publicaciones, premios y alabanzas en España (y no solo en sellos pequeños sino también en Penguin Random House, Seix Barral o Anagrama), América Latina y el mundo anglosajón, a novelas escritas por autoras procedentes del otro lado del charco. Después de los Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar, entre otros, de hace más de cinco décadas, ¿hay un boom latinoamericano en femenino?

“Es verdad que en el último tiempo ha habido una especie de boom, el ‘otro boom’ de alguna forma. Yo creo que tiene que ver con las editoriales, que están dando más cabida a las mujeres. De todas formas, soy de la opinión de que tiene que llegar un momento en que ser escritora no sea una novedad, no sea una sorpresa, y más allá de fijarnos en si es mujer u hombre, nos fijemos en la buena literatura”, apunta Flores, quien también observa el cariño y cuidado hacia su libro de relatos en su editorial española, Seix Barral: “Casi todas mis editoras o personas con las que he trabajado, encabezadas por la gran Elena Ramírez, son mujeres, así que me siento muy acompañada y las miro con mucha admiración”.
La mexicana Laia Jufresa también constata que “hay menos prejuicio” entre los editores para publicar a las escritoras, pero al mismo tiempo tampoco cree que haya que alegrarse demasiado por esta especie de fenómeno: “Que parezca que hay una ola no debe impedirnos ver que en realidad falta mucho más camino por andar. El trabajo de las mujeres se publica, reseña y traduce aún muchísimo menos que el de los hombres. Pasa literalmente en todo el mundo pero en español, dado que podemos leernos en tantos países, es más notorio. Los libros de una autora peruana, mexicana, uruguaya, etcétera, por lo general pueden leerse en su país y quizás en España, pero rara vez en los otros países de Latinoamérica”.
No obstante, Iolanda Batallé, una editora que ha publicado a Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977), en Rata Editorial, sostiene que este boom existe, pese a que las cifras de ventas no sean todo lo altas que se desearían —como sucedía en el de los años sesenta—, y que no solo tiene que ver con las latinoamericanas sino con las escritoras, en general. “Y el motivo es tan sencillo como poderoso: la curiosidad. Los lectores desean conocer más sobre ellos mismos y para ello es imprescindible leer también a las mujeres que escriben”, manifiesta. Además, según ella, llegará el día en el que los libros que más nos hayan marcado sean aquellos escritos por autoras: “Ellas tienen mucho más que decir por la simple razón de que aún no lo han dicho. ¿Cómo serían los cuentos de Borges si hubiera nacido mujer? ¿Y Rayuela? ¿Cómo hubiera contado una voz femenina la historia de Macondo? Hoy esas preguntas nos parecen extrañas, ¿no es cierto? Quizás pronto no lo sean”, apunta Batallé.

Escritoras en el lado oscuro

Más allá de la coincidencia de la franja de edad o la procedencia de estas escritoras, hay una característica que no pasa desapercibida para el lector. En estas novelas y cuentos —las autoras no obvian este género— abundan las temáticas que ahondan en las zonas más oscuras y desoladas del ser humano y en la fealdad del mundo que nos rodea. Por ejemplo, en Las cosas que perdimos en el fuego, Enriquez recrea los barrios empobrecidos, “en el lado oscuro de la orgullosa Argentina”; en Nuestro mundo muerto, Colanzi aborda la masacre de animales; en Umami, Jufresa se sumerge en el duelo y la ausencia, como también hace la mexicana Verónica Gerber en Conjunto vacío, a partir de una ruptura amorosa; Mónica Ojeda relata sin pudor en Nefando un caso de pedofilia con todos los ingredientes desagradables que una historia así posee, mientras que la argentina Paula Porroni escribe en Buena alumna sobre el fracaso y el autocastigo cuando se llega a una edad en la que supuestamente había que haber triunfado ya.
Para Batallé este interés por lo crudo se debe en parte a que “las latinoamericanas, quizás por las sociedades en las que han nacido, mantienen un vínculo más salvaje con aspectos de la existencia. Echa un vistazo a la geografía, a la economía o a la historia de América Latina y por todas partes te darás de bruces con realidades durísimas. Ese dolor, sumado a una sólida tradición literaria (sobre todo masculina) más el talento de tantas escritoras, acaba destilando buena literatura”.
En su caso, Samanta Schweblin considera que este tipo de temáticas tienen mucho que ver con lo que la literatura es al fin y al cabo. “Es la manera más efectiva que tenemos de sumergirnos en la oscuridad, en nuestros peores miedos y deseos, en todo lo desconocido y lo innombrable, y volver a la realidad con nueva información y lo más ilesos que sea posible”, constata.
Algo parecido opina la peruana GabrielaWiener, autora de obras como Nueve lunas, en la que describe el proceso de su maternidad: “Siempre me han movilizado, emocionado, revolucionado los libros que contienen revelaciones profundas sobre nuestra humanidad. Son los únicos que me enganchan y los únicos que me dicen algo, que me hablan a mí. Creo que lo que me mueve es el deseo de conocimiento. Nada más".
Paulina Flores estima que tampoco hay que caer en el cliché de mujer e intimidad narrativa. “El hecho de que el patriarcado nos haya relegado tanto a la vida privada, nos entregó ciertas facultades narrativas que hoy parecen casi innatas. Pero también tengo la seguridad de que la mirada de una escritora da para mucho. Es decir, no hay que caer en el cliché de que solo escribimos sobre la intimidad, como sí solo pudiéramos escribir diarios de vida”, sostiene.
Con un sentido parecido se expresa Laia Jufresa: “Yo no trabajo por temática. Mi interés es contar historias y construir personajes —y narradores— que sean humanos verosímiles, sin importar su género. Sigue siendo muy común la noción absurda de que la mirada de un autor es humana pero la de una autora es femenina. Lo que sí noto es que —generalizando— las mujeres somos mejores adoptando voces de hombres que viceversa. Tampoco es ningún misterio: hemos crecido leyendo voces masculinas”.

UNA CONFLUENCIA A GOLPE DE TITULAR
  
Para algunos editores, este boom de autoras latinoamericanas, no lo es tanto. Claudio López Lamadrid, de Penguin Random House, lleva años publicando a autoras de América Latina “a las que nadie hacía mucho caso”. El cambio se ha producido en el último año prácticamente a golpe de titular de periódico, apunta. “La publicación al mismo tiempo de Distancia de rescate de Samanta Schweblin, los relatos de Mariana Enríquez y una novela de Pola Oloixarac, es recibida con vítores, páginas dobles y elogiosos artículos en la prensa norteamericana. A eso se suma la entrada con paso firme de Distancia de rescate en la shortlist del Booker… Bingo”, sostiene López Lamadrid.
Malcolm Otero, editor de Malpaso y con varias latinoamericanas en su catálogo como Margarita García Robayo(Cartagena de Indias, 1980) o Gabriela Wiener (Lima, 1975), tampoco está seguro de este boom ni de que las editoriales estén buscando específicamente a estas autoras, pese a que los lazos con el otro lado del Atlántico sean cada vez más fuertes. “Más que eso, hoy hay muchas autoras, de corte muy distinto, con mucho talento”, dice. Sin embargo, la ola está ahí y las costas se estrechan. Entre los planes editoriales de Penguin Random House van a seguir apareciendo latinoamericanas como María Moreno con Black Out, premio de la Feria de Buenos Aires 2016, FernandaMelchor, con Temporada de huracanes, publicada en México, así como la recuperación del panfleto Contra los hijos, de Lina Meruane. Y que el ritmo no pare. 


fuente: https://elpais.com/cultura/2017/08/13/actualidad/1502641791_807871.html

miércoles, 20 de junio de 2018

Un verano, Selva Almada


Con el primo se conocían de vista; sus madres estaban distanciadas desde hacía tiempo, no sabía por qué ni desde cuándo. Pero esa vuelta, cuando se toparon en el parque de diversiones, los dos solos, sin amigos, se saludaron y simpatizaron enseguida. Empezaron a juntarse a la hora de la siesta y el primo le enseñó a disparar. Su madre nunca supo que había sacado la escopeta de su padre del escondite (la caja del vestido de novia, con el vestido de novia como mortaja, en la parte más alta del ropero). A ella no le habría gustado. Decían que el marido se le había muerto limpiando esa escopeta. Iban a practicar en los terrenos abandonados del ferrocarril.
La primera vez que salieron a cazar, desde el otro lado de la ruta, le llamaron la atención, en el montecito bajo, las copas salpicadas de cosas blancas, como bolsas de nylon o papeles que el viento hubiera ido depositando entre las ramas. Antes de cruzar miraron para los dos lados, venía un camión, así que esperaron. Cuando pasó, el chofer hizo pitar la bocina que sonó como el mugido de una vaca y sacó la mano por la ventanilla, saludándolos. No es que los conociera. Pero la gente que anda en la ruta es así, le toca bocina y saluda a todo lo que se mueve. De puro aburrimiento será.
Cuando la culata del acoplado terminó de pasar, contoneándose pesada, tuerta de una de las luces, volvieron a mirar para los dos lados y cruzaron al trotecito el asfalto que aún debía estar caliente, aunque el sol había bajado casi por completo. Se detuvieron nomás empezaba la banquina y el primo disparó al aire.
Entonces pasó lo que pasó: tras la detonación, eso que había en los árboles, ffsshshshssshhhh, se levantó como espuma. Era un dormidero de garzas. Enseguida acomodó la escopeta, eran tantas y estaban tan a tiro que la caza era segura. Pero el primo le bajó el caño de un manotazo.
–Es mala suerte matar una garza –dijo y se sentó sobre el pasto. El hizo lo mismo. El primo era más grande y él lo copiaba en todo, quería ser así cuando tuviera su edad.
Las garzas quedaron suspendidas entre el montecito y el cielo encendido, un momento, como relojeando. Y otra vez se dejaron caer sobre las copas, ocupando sus sitios entre el ramerío.
El primo sacó dos cigarrillos del atado y los encendió poniéndose los dos en la boca al mismo tiempo. Después le pasó uno. Nunca había fumado, así que se atoró con la primera pitada, de angurriento y emocionado. Después le agarró el gusto.
El primo era callado. Así debía ser un hombre, creía él, de pocas palabras. Y aunque tenía ganas de soltar la lengua y preguntarle un montón de cosas, no abrió la boca; mirando de reojo hizo lo mismo que hacía el otro.
Un nuevo camión pasó, tan cerca que sintió el vientito de la velocidad cortándole los pelos de la nuca. Pero éste no tocó bocina. No los habrá visto.
En esos meses se le pegó mucho a su pariente. El tenía doce y el otro unos dieciséis, pero no era como otros gurisones de su edad, el primo. El tampoco.
Al tiempo muerto de ese verano lo pasaron casi todo juntos. Excepto las veces que el padre del primo se cansaba de verlo tan pajarón y se lo llevaba con él unos días a trabajar al campo. Nunca eran más de dos o tres, pues, en el campo, seguía siendo un pajarón y el padre lo aguantaba menos. Y esas pocas semanas, para carnaval, la tía hizo alianza con otra madre y lo pusieron de novio con Noelia, una muchacha preciosa pero rara. Justo para carnaval, cuando él había hecho muchos planes para los dos: desde andar de mascaritas hasta empapar a baldazos a las chicas del barrio para que la ropa se les pegara al cuerpo y pudiesen verles la bombacha y el corpiño. El noviazgo abrupto no le dio tiempo ni a contarle al primo aquellos planes.
Esas semanas, cada vez que iba a buscarlo para salir a cazar, su tía, sin invitarlo a entrar, desde la puerta nomás, le decía: se fue a hacer novio.
Le daba bronca y a veces se quedaba sentado en la vereda a esperarlo. Pero si la tía lo veía salía con la escoba, como si estuviese por barrer, aunque más que eso era una amenaza: andá, dejá de escorchar acá, andá a jugar con gurises de tu edad.
No tenía más remedio que marcharse. No podía pedirle a su madre que intercediera.
Entonces se metía en los galpones del ferrocarril. Buscaba el sitio más fresco y oscuro que siempre olía a orines, aceite y humedad. En su escondite imaginaba qué estarían haciendo el primo y Noelia.
La primera vez que se habían desnudado para meterse al arroyo lo había impresionado su cuerpo. Flaco, fibroso, con una cicatriz ancha que le asomaba entre los pelos y le subía por la ingle, casi hasta el hueso de la cadera. La cicatriz de una operación. Y la verga, larga y gruesa. El primo se había mandado de un galope al agua y, esos metros que trotó, el pedazo chicoteó para los dos lados como si, al fin y al cabo, fuese más liviano de lo que parecía a la vista. Pensaba en el primo haciéndoselo a Noelia. Ella era flaquita, tetona pero sin culo, de caderas estrechas, así que debía dolerle cuando él se la metía, y Noelia debía morderse los labios para no gritar. Capaz que ni siquiera llegaba a penetrarla y tenía que conformarse con puertear. La guasca abundante y pegajosa debía enchastrarle los muslos y las nalgas a la estrecha Noelia.
Una tarde volvió a golpear su puerta, más por rutina, para molestar a la tía, que pensando en encontrarlo. Fue él quien abrió. Le dio unas palmadas en el hombro, sonriendo, se metió y volvió a salir con la escopeta y una cantimplora. Echaron a andar hacia las afueras.
–Pensé que estarías haciendo novio –le dijo recién cuando pisaron campo.
–No andamos más.
–¿Por?
–Nos aburrimos. Fue todo una tramoya de las viejas.
–Mejor –se animó a decir y el primo se encogió de hombros.
Esa vez también se metieron al arroyo y cuando salieron se pusieron los calzoncillos sobre el cuerpo mojado y jugaron a la lucha libre. El primo era más fuerte, pero le daba ventaja. En una toma, quedó de espaldas sobre él, el brazo de su pariente cruzado entre su pecho y su cuello, manteniéndolo inmovilizado. Dio unas pataditas para liberarse, pero lo tenía bien agarrado y ya le faltaba el aire. Se quedó quieto. Por sobre la tela mojada del calzón, justo en la raya, sintió el bulto grande y endurecido. El primo lo soltó enseguida y se vistieron callados.
El verano terminó tan rápido como había empezado y él tuvo que volver a la escuela, los horarios, las pequeñas obligaciones. Al primo, el padre lo mandó a Buenos Aires a trabajar en la verdulería de unos amigos. Volvió una o dos veces ese año, pero él recién se enteró cuando ya había vuelto a partir.
Nunca llegó a preguntarle por qué matar una garza traía mala suerte, pero cuando se topaba con alguna la dejaba ir, por las dudas.
En sueños sí llegaba a tirar del gatillo. Siempre era de noche, en un campo plateado por la luna. El corazón le latía muy fuerte mientras se acercaba a la presa caída y cuando se inclinaba sobre el manto de plumas blancas a veces el pájaro tenía el rostro de Noelia y, a veces, el del primo.


Selva Almada.jpgSelva Almada (Entre Ríos5 de abril de 1973) es escritora y ha incursionado en poesía, cuento y novela. Irrumpió en la no ficción en 2014, con un libro de crónicas, Chicas muertas.

Estudió Comunicación Social en Paraná, aunque abandonó la carrera para iniciar el Profesorado de Literatura en el Instituto de Enseñanza Superior (Paraná), al tiempo que daba forma a sus primeras producciones, algunas de ellas elaboradas a partir del Taller que Maria Elena Lothringer ofrecía en la Facultad de Comunicación.1
Sus primeros relatos fueron publicados en el semanario Análisis, de Paraná. En esta ciudad dirigió entre 1997 y 1998 un breve proyecto literario cultural autogestionado denominado CAelum Blue.
Su formación como narradora se afianzó en buena medida en Buenos Aires en el espacio creativo del taller literario de Alberto Laiseca.
Su producción literaria cobró particular prestigio y elogios de la crítica en 2012 con la publicación de su primera novela El viento que arrasa, la que cuenta con varias reediciones, fue publicada en el exterior2​ y traducida al francés,3​ portugués, holandés y alemán.4
En 2012 la Revista Ñ destacó El viento que arrasa como "la novela del año".5​ En 2016 se estrenó una ópera de Beatriz Catani y Luis Menacho basada en esta novela.6
Con su crónica de no ficción Chicas muertas, Almada visibilizó tres femicidios ocurridos en distintas provincias argentinas en los años 80 y se proyectó como escritora feminista.78910
Su autoridad como escritora ha sido confirmada públicamente por referentes del campo de las Letras tales como la periodista, escritora y ensayista Beatriz Sarlo.11
Sus relatos han integrado diversas antologías editadas por las editoriales NormaMondadori y Ediciones del Dock, entre otras. Selva Almada dicta talleres literarios, escribe y participa en guiones cinematográficos.
Nació en Villa Elisa, en la provincia de Entre Ríos y vivió allí hasta los 17 años. En 1991 se trasladó a Paraná para estudiar, primero comunicación social, luego Literatura, y residió en esa ciudad hasta 1999.
Desde el 2000 reside en la ciudad de Buenos Aires.12
Realizó con frecuencia viajes a Chaco, lo que motivó13​ -sumado a su experiencia rural de infancia y juventud transcurridas en el Litoral argentino- varios de los ambientes y de los temas de sus libros.

Obras

·        2003 Mal de muñecas. Editorial Carne Argentina. Poesía
·        2005 Niños. Editorial de la Universidad de La Plata. Nouvelle
·        2007 Una chica de provincia. Editorial Gárgola. Cuentos
·        2012 El viento que arrasa. Mardulce Editora. Novela.
·        2012 Intemec. Editorial Los Proyectos. Relato14​ (e-book)
·        2013 Ladrilleros. Mardulce Editora. Novela.
·        2014 Chicas muertas. Literatura Random House. Crónica.
·        2015 El desapego es una manera de querernos. Literatura Random House. Cuentos (compilación)
·        2017 El mono en el remolino: Notas del Rodaje de Zama de Lucrecia Martel. Literatura Random House.

Premios

·        2010. Beca Fondo Nacional de las Artes.
·        2015 (seleccionada finalista) Premio Rodolfo Walsh de la Semana Negra de Gijón por Chicas Muertas.


miércoles, 4 de enero de 2017

Eva, un cuento de Silvia Iparraguirre


Puedo contar de Eva Gómez porque fui parte de su inexplicable historia, contar la transformación que perseguí y que ella resistió cuanto pudo. Ahora soy definitivamente Eva en esta pieza de pensión. Hubo, cómo no haberlos, oscuros laberintos de la memoria en los que nos cruzábamos, encontrándonos y desencontrándonos, y a los que yo necesito volver por última vez esta noche, consciente de la inutilidad de las palabras. Recordar no es de Eva; es una hilacha de alguien que fui y que tal vez, en este instante, en otro cuarto, inicie un gesto secreto que me pertenecía. Pero los puentes ya están cortados para siempre entre nosotras. Desde hoy seré la lengua ardiente y el corazón desbocado de la puta, las maneras obscenas o melancólicas que envidié y conseguí como una nueva piel. Ahora puedo ya nombrarme por su otro nombre, Alejandra, que desde anoche es mío. El nombre de fantasía que ella, candorosamente, eligió para las dos.

  La línea del horizonte ha virado del pardo al violeta. Unas gaviotas vuelan río adentro como al encuentro de la luz. Son las seis de la mañana y Eva nebulosamente piensa que las dos últimas ginebras con Coca-Cola la pusieron alegre. Camina descalza sobre el parapeto del río. Un cliente aburrido le sostiene la mano que ella mueve exageradamente en el intento de parecer una equilibrista en peligro. Sus carcajadas hacen girar la cabeza de dos pescadores, unos metros más allá. El hombre le ha soltado la mano y mira el reloj.

  Aunque al rumano del Arizona le gusta repetir que es una hermosa potranca, Eva no es hermosa. Es una muchacha alta e incierta, más bien vulgar con nada que llame especialmente la atención salvo los ojos, oscuros y desapacibles, como agrandados por la ansiedad. Una ansiedad tan intensa que no puede atribuirse sólo a los ojos y se culpa al cuerpo, que se pone así en evidencia con la brutalidad de un golpe.

  —¡Quiero viajar! —grita desde arriba, pero el grito se ahoga bajo el ruido atronador que llena el espacio. El hombre, cara al cielo, sigue el avión que acaba de despegar de Aeroparque—. ¡Quiero viajar por todo el mundo!

  Su voz es chillona. Uno de los pescadores, descontando el consenso del hombre, la chista.

  —Por qué no te vas a gritar a otro lado.

  —Oiga… —dice ella (no hay nada que estimule más a Eva que una pelea callejera)—. Oiga, ¿qué dijo?
A punto de caer recupera el equilibrio y salta a la vereda. Se calza las sandalias. De golpe se ríe, burlona, mirando a los hombres. Tiene puesto un vestido ceñido al cuerpo de un estampado violento con un gran escote. El pelo oscuro, recogido sobre la nuca, se ha despeinado y algunos mechones sueltos caen sobre la espalda.

  —Vamos —dice el cliente, sujetándola por el brazo.

  Ella apoya las manos sobre las caderas y como a desgano se da vuelta. Acentuando el paso provocativo, avanza hasta el auto y sube. Dejan atrás el río y se internan en la ciudad. El hombre bosteza. Eva baja la visera y se arregla el pelo en el espejo. El cliente dice que pasará a buscarla por el Arizona el otro jueves, pero Eva no lo escucha. Se ha puesto súbitamente seria y sólo ve sus ojos acosados en el pequeño espejo, como si fueran otros. La inminencia de lo que va a pasar le produce una conocida sensación de pánico. El auto dobla por Solís. Eva baja casi antes de que se detenga y, sin mirar atrás, entra a la pensión, corre por la escalera, y cierra con fuerza la puerta de la pieza. Con gestos mecánicos se quita el vestido y la pintura de la cara. El espejo le devuelve la cama en desorden y la luz rosada de la pantalla que ha quedado encendida toda la noche. Sin mirar, toma de una silla una pollera y una blusa y se las pone. Se acerca a la puerta del balcón y, corriendo la cortina, espía. Sólo alcanza a ver el perfil, parte del pelo, el codo sobre la mesa. En ese momento, la mujer vuelve la cara hacia el balcón, como si ella misma se mirara desde abajo. Mandada por algo que no puede comprender, Eva sale del cuarto y baja despacio. A través de la calle desierta ve a la extraña que la espera en el bar sucio y minúsculo de enfrente. La mujer tiene su misma cara, su mismo pelo y hasta sus mismos ojos pero opacos, como atravesados por una ráfaga de obstinación. Se reconoce en ese ser pálido. Pero quién era, qué era eso. Y, sobretodo, ¿qué quería de ella? Ansiosamente, Eva busca diferencias en el peinado, en la ropa, en la actitud; pero por sobre las diferencias superficiales salta la completa identidad de sus caras, de sus cuerpos; la imposibilidad de un equívoco, de un disfraz. La otra ya no se preocupa por mirarla. Las dos sabemos que es suficiente con la primera señal, con ese puro estar ahí, esperando. Como otras veces, Eva deseará que algo ocurra, que algo le demuestre que la mujer no es real (que yo no soy real), que la gente no la ve. Yo lo sé y accedo con un leve asentimiento de cabeza: saco un cigarrillo del paquete y le pido fuego al mozo. Eva ve cómo el mozo se inclina sobre mí. Una o dos semanas atrás, en otro bar, Eva se había animado a acercarse más; mesa de por medio, como ante un espejo, había contabilizado con avidez sus dedos, su pelo oscuro, su lunar casi imperceptible bajo la ceja derecha. La extraña se dejaba mirar, como si ese rito fuera a la vez que necesario, inevitable. La atraen, más que nada, las manos que juegan con el cigarrillo. Manos pálidas, exangües, piensa y no sabe lo que esa palabra significa. No es suya, es una palabra de esa mujer que la invade. Como otras veces, su realidad empieza a ceder ante la fuerza de la extraña. Y esto es lo que definitivamente la aterra: la capacidad de la otra para tomar un lugar en sus pensamientos, como una larva sigilosa que lograra invadir su cuerpo y su mente. La mujer ahora ha dejado el bar y camina por Alsina hacia el sur. Eva la sigue. Ya no es capaz de impedir esto que está sucediendo. Mira la escasa gente con la que se cruzan, asombrada de que en la calle nadie se dé cuenta del extraordinario fenómeno: esa mujer, que camina por la vereda de enfrente unos metros más adelante, es ella misma.

  Una costumbre de la mujer pálida es recordar, algo que Eva detesta o ignora clavada como está en el presente puro. Como el de una gemela insoportable, el pensamiento de la otra la arrastra a su infancia raquítica en un pueblo miserable, a las manos largas de su hermano en la oscuridad de la única pieza, a la huida a la ciudad para hacer cualquier cosa. Pero por finas grietas la invadían imágenes fugaces de otra infancia (la mía) esta vez confortable, con muñecas de vestidos antiguos, manos vigiladas, libros en francés. Para defenderse, Eva mira con descaro a un hombre que va a cruzarse con ella. El hombre le dice unas palabras apuradas; ella va a contestar algo directo, obsceno, que funcione inmediatamente pero, por alguna razón, no puede hacerlo. La mujer había doblado por Tacuarí y después por México. A mitad de una cuadra, entró en un edificio antiguo, de enormes puertas labradas. En una placa, Eva leyó Biblioteca Nacional. La extraña la arrastraba tras de sí. Sin entender lo que hacía, logró pasar los requisitos y se encontró en el lugar más grande que hubiera visto en su vida. La mujer se había sentado, lejos, en el extremo de una de las enormes mesas oscuras; en el otro extremo, bajo la luz, Eva vio un libro abierto y supo que la otra lo había retirado para ella. El papel brillante contaba la historia de la XVIII Dinastía y de la Reina Solar cuya belleza iluminaba los subterráneos de una mastaba. Descifró arduamente palabras desconocidas, y una suerte de hechizo la atrapó mientras pasaba las páginas, una a una, con cautela de principiante. No supo cuánto tiempo más tarde levantó la cabeza: sobre la madera oscura, sus manos se veían exangües. En el otro extremo de la mesa, la mujer le sonreía con una especie de perversidad. Ya no estaba pálida; le brillaban los ojos y tenía los labios pintados color sangre.

  Ahora es de noche. De pie frente al espejo del ropero, Eva se pinta los ojos con furor, recordando a la egipcia del libro. Se mira y sin saber por qué recuerda con lástima su cara y su nombre de antes, el que tenía cuando llegó a Constitución en un vagón de tercera. «Eva Gómez no va», había dicho el rumano del Arizona cuando la presentaron, «tenés que buscarte otro, más vistoso». Lo dijo después de mirarla de arriba a abajo y hacerle dar unas vueltas por la pista. No le pudo haber pasado nada mejor: se olvidaría para siempre de Eva Gómez. Esa tarde, la tarde del rumano y del Arizona, ya instalada en la pensión de San Cristóbal, mientras ensayaba poses delante del espejo o miraba fotos de artistas en revistas viejas, pensó que un nombre es algo más que una palabra. Ninguno de los que se le ocurrían le gustaba. Poco después, lo encontró. Figuraba en un libro que alguno de los pensionistas se había olvidado en el baño. Decidió que ése iba a ser su nombre: Alejandra Dumas. De eso hacía años, y, a partir de entonces, el rumano se había mostrado siempre conforme. Los hombres preguntaban por ella, por Alejandra, antes que por las otras. No había nada que hiciera más feliz a Eva que la mirada hambrienta de los hombres. Y supo, por instinto, que lo que la mujer anhelaba era lo que los hombres, de otro modo, querían: su cuerpo. No sabía cómo ni por qué pero la otra deseaba ser ella, vivir en el presente continuo de su cuerpo. Se miró larga, detenidamente en el espejo. Iba a vestirse de ella misma. Descolgó el vestido rojo, el de las ocasiones especiales, cuando quería impresionar a algún cliente marcado por el rumano. Con el ritual de la ropa desaparecieron las imágenes incomprensibles, los enfermizos motivos de la extraña, que ahora caían a sus pies junto al vestido viejo. Se llenó de pulseras, apoyó la larga pierna en la silla y enroscó la tira de la sandalia, de taco muy alto, alrededor del tobillo. Cuando entró en el Arizona, el miedo había desaparecido.

  La música, el ruido y las risas la sacudieron como una saludable cachetada. Un buen golpe que la puso en funcionamiento ni bien dejó atrás la cortina de cuentas de vidrio. El Arizona se abría ante ella como el hogar, y lo primero que miró, por cábala, fue el pez espada. Caminó entre las mesas hacia la barra en medio de una luz de acuario que cambiaba del naranja al lila. Un marinero borracho se arrodilló a su paso, entre las mesas. Eva lo empujó apoyándole la punta de los dedos sobre la frente. Entre silbidos y carcajadas, siguió su camino sin mirar a nadie.

  Se sentó en uno de los taburetes altos y le pidió al rumano lo de siempre; por un segundo percibió en los ojos de ese hombre, que se parecía a un buitre, un relámpago de sorpresa o de admiración.

  Tal vez para coincidir con la clientela, el Arizona, pese a su nombre, ostentaba en las paredes motivos marinos. Todo era barato y apócrifo menos el gran pez que colgaba disecado sobre el espejo, detrás de la barra. Eva bebió lentamente. Quería darse tiempo antes de elegir al primer imbécil de la noche para llevar a la pista y refregarse un poco contra él; además, le gustaba tomar algo fuerte antes de empezar. No mucho. El rumano no quería mujeres borrachas o escandalosas. Apócrifo: un segundo antes de notar que un hombre la buscaba, Eva alcanzó a preguntarse con asombro qué significaría esa palabra. Le sonrió y se acodó de espaldas a la barra, dedicándole el perfil de los pechos. Él le pasó una mano por la cintura: «¿Bailás?». «Termino esto y bailo», dijo Eva y bebió lentamente lo que quedaba en el vaso. Del otro lado de la pista, la risa chillona de una mujer y una oleada de gritos y de aplausos crecieron por encima de las parejas. «Vamos», dijo Eva. La luz de la pista cayó sobre su vestido y lo volvió fosforescente; ella se dejó llevar por la música haciendo chasquear los dedos y sacudiendo la cabeza con los ojos cerrados. Cuando los abrió, el estupor y el miedo le helaron el cuerpo. Su propia cara, terriblemente pintada, la enfocaba desde una de las mesas. Se hizo un brevísimo hueco en el que Eva creyó ver hasta su pequeño lunar bajo la ceja: nunca antes habían estado tan cerca. Sentada en medio de un grupo de hombres, la mujer sostenía por el pelo a un muchacho que, con torpeza, le acariciaba las caderas. «¿Qué busca acá?», pensó Eva. El vestido verde le subía hasta la mitad de los muslos, y su cara, como la de un ídolo maligno, sonreía con una sonrisa cínica. Eva le dio la espalda y miró de frente al hombre que la había sacado a bailar. Le tomó las manos, las puso sobre sus caderas y comenzó a moverse al compás de la música mientras le enlazaba los dedos por detrás de la nuca. Apoderarse de su lugar, de su mundo, de su cuerpo. Eso era lo que la otra buscaba. El hombre sonrió y ella se movió más, impidiendo que él mirara hacia la mesa. El hombre había cobrado de pronto una importancia decisiva: no lo iba a perder. Sería como renunciar a lo que ella era. Se le pegó al cuerpo, le buscó la boca y le metió la lengua entre los dientes. Él respondió, clavándole los dedos en la cintura. Las parejas los arrastraron alrededor de la pista y Eva volvió a ver, uno tras otro, los abalorios de la entrada, el gesto aburrido del rumano detrás de la caja, el pez espada y la cara de la mujer. Cuando la extraña se puso de pie y clavó los ojos, enormes, febriles, en su hombre en la pista, Eva intentó un último gesto, pero él la apartó. Las manos del hombre se extendieron y alcanzaron la cintura de la mujer de verde que acaba de decir «Me llamo Alejandra», y que ahora se abandona al abrazo sin quitar los ojos de los ojos de él, adherida a su cuerpo, dejando caer la cabeza hacia atrás como repentinamente drogada o borracha, hasta que al fin el hombre la aprieta brutalmente contra su cuerpo y ella ríe, un poco ahogada por el abrazo, mientras él le dice algo en el hueco del cuello y van perdiéndose entre las parejas hacia la puerta en arco con esa absurda cortina de cuentas que imita torpemente los abalorios hindúes de alguna boîte ficticia, en alguna película de cuarto orden, pienso, en medio de la pista. Y no puedo dejar de sentir lo patético que debe resultar ese lugar a la luz del día. Me asombro de no haberlo notado antes. En ese momento la música cambia y ahora son tangos, que la acompañan hacia la salida del Arizona, hacia la noche.

  Soñó con vísceras en desorden, hombres con cabeza de pájaro, un rey ahogado. Cuando despertó, tenía la boca seca y la piel caliente. Sentada en la cama, jadeaba. Una luz oblicua entraba desde la calle, quebrándose sobre la mesa. Recordó, como a través de un vidrio esmerilado, su solitario regreso del Arizona. ¿Qué había ido a hacer a ese lugar?, ¿o era parte del sueño? La ventana estaba entreabierta y el viento de la noche empujaba la cortina en una acompasada respiración. Una angustia súbita le cerró la garganta. De un golpe encendió la lámpara. A un metro de los pies de la cama, su propia cara, desencajada, la miró desde la luna del ropero. «No hay nadie más, soy yo», dijo en voz baja mirando con alivio el cuarto gemelo que la enfrentaba desde el espejo. Vio la mesa colmada de libros, reconoció los cuadernos de apuntes, el grueso lomo oscuro de la Arqueología del Oriente Medio. En el suelo, junto a la cama, el pequeño montón de tela roja. Se pasó la yema de los dedos por los párpados. Apagó la luz. Un eco remoto susurró «soy yo» y se deshizo como un resto de la pesadilla; «no hay nadie más», alcanzó a pensar antes de hundirse en el sueño.


Silvia Iparraguirre, Probables lluvias por la noche




Sylvia Iparraguirre : 

(Junín, Buenos Aires, 1947) Narradora, ensayista y filóloga argentina. Volcada desde su temprana juventud hacia el estudio de las disciplinas humanísticas y el cultivo de la creación literaria, cursó estudios superiores de letras.
Una vez licenciada, emprendió una brillante trayectoria profesional por el sendero de la docencia y la investigación filológica, que la condujo primero a la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde impartió clases en calidad de profesora de Letras Modernas, y, a partir de 1986, al Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Facultad de Filosofía y Letras de la citada alma mater; asimismo, ha ejercido durante muchos años como investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), con especial dedicación al estudio de la sociolingüística y al análisis y la difusión de la obra del pensador ruso Mijaíl Bajtín.
Casada en 1976 con el gran poeta y dramaturgo Abelardo Castillo, tanto por las relaciones de su esposo como por su propia vocación literaria se ha integrado plenamente en los principales foros y cenáculos culturales y artísticos de Buenos Aires, en los que ha dejado abundantes muestras de su lucidez crítica y su sensibilidad creativa, por medio de numerosas colaboraciones publicadas en algunas revistas de tanto prestigio como El Escarabajo de Oro (de la que Sylvia Iparraguirre llegó a ser directora) y Ornitorrinco (en cuya fundación intervino también activamente la humanista de Junín).
Algunos de sus mejores relatos, así como muchos escritos de crítica y análisis salidos de su pluma, han visto la luz entre las páginas de otros medios de comunicación de notable difusión entre los lectores australes, como los rotativos bonaerenses Clarín y Página/12, y las publicaciones culturales ETC (revista de literatura y semiótica), ContextoPuro Cuento y Tramas.
Asimismo, ha publicado textos de reflexión ensayística en la revista española Cuadernos Hispanoamericanos, y es conocida fuera de las fronteras argentinas no sólo por estos trabajos de pensamiento, erudición e investigación, sino también por algunas de sus brillantes narraciones breves, que han sido traducidas al inglés y al alemán, y recopiladas en las más relevantes muestras antológicas del cuento argentino contemporáneo, publicadas tanto en su país natal como en el extranjero.
Consciente del magisterio alcanzado en esa difícil modalidad genérica de la narrativa breve, Sylvia Iparraguirre ha reunido sus mejores relatos en dos interesantes recopilaciones: En el invierno de las ciudades (1988), obra galardonada con el Primer Premio Municipal de Literatura, en la que se puede leer una de sus piezas maestras, titulada "El dueño del fuego"; y Probables lluvias por la noche (1993).
A mediados de los noventa publicó su primera narración extensa, presentada bajo el título de El Parque (1996), que en opinión de los responsables de la sección cultural del rotativo La Nación es una novela "sólidamente escrita, con algunos momentos de lenguaje memorables". Posteriormente vio la luz La tierra del fuego(1998).

domingo, 9 de octubre de 2016

Poemas de Teresa Leonardi Herrán




.....En la oscuridad de los orígenes

Siameses en la cueva de Madre
en su matriz sin tiempo
Panes mutuos las bocas común vino las sangres
de nosotros manaba el denso paraíso
Alternativamente macho y hembra
de quien esa holoturia creciente entre las piernas
de quien la madreperla su corola deseante
Afuera la ley del Padre
su mentirosa claridad fundando diferencias
su sombrío bisonte agrietando lo Uno
al corazón andrógino volviéndolo
este doble sollozo de cuerpos discontinuos



......En días no nacidos 


A veces pienso cosas que ya nunca serán
tú a mi lado dormido
apagado el tumulto de los ojos
el inasible corazón bogando en el océano del sueño
todo tu cuerpo dulce y quieto
como si madreperlas de carne lo hubieran consumido
Qué ajena preocupación sería entonces la muerte
Sobre tu pecho calmo sólo soñar la vida yo podría
y de tu mano abierta para la soledad de mi mejilla
brotaría la infancia rediviva

Tú a mi lado dormido en días no nacidos
cuando mi sed que busca a dios lo hubiera hallado
en la creciente luna de tu sangre

.

.............de Noticias de los Comulgantes
.

.........Regreso de Orfeo


Crecía en el aire el agua de una campana
al principio imperiosa luego suplicante
volcando su claridad merovingia en los oídos
(salvo en los de la vieja cuidadora de gansos
mujer de la edad de piedra con su rito
de honrar a los dioses pastoreando animales)
confundiendo a los gallos heraldos
que anunciaban el huevo de una mentida lluvia.

Tú venías es esa agua convocadora de otros tiempos
nombrándome como entonces (cuando habitantes
de un idéntico sueño)
“aquí yace Teresa esa es la tierra que hoy araron sus ojos
hoy ocupada por su cuerpo”
antes ay mucho antes de que emprendieras el viaje a los
infiernos
Para buscar a eurídice
y ahora regresabas diciéndome
que la habías perdido para siempre.

Poco a poco tu rostro como un humo
fue cuando el felino memoria como una hijo pródigo
volvió después de amargo viaje a la guarida del olvido
y solo retuve parte de su plateada cola
una mecha de su pelaje azul
batíscafo con el que desciendo a un abolida tiempo
donde tu claro corazón aún vive
edificando el vuelo de los pájaros.

Nació en Salta en el año 1938. Poeta, traductora y docente universitaria. . Es coordinadora de talleres de poesía.Cofundadora de la Asamblea permanente de los Derechos Humanos en Salta La Secretaría de Cultura de la Provincia de Salta la distinguió con el Primer Premio Anual de Poetas Éditos. Ha recibido. Su producción, variada y amplia, ha sido objeto, la más variada de las veces, de excelentes críticas y comentarios. Entre otros, se citan sus libros de poesías: "Incesante memoria", "El corazón tatuado", "”Blues contra el contraolvido”, Rizomas", “Noticias de los comulgantes”